1,2,3… por Ignacio Barroso
… a la cárcel va el que vacila de tener los kilos o si no le dan dos tiros…
El Sicario
1, 2, 3… Responda otra vez
Un 38 que se amartilla. Ladrido de pólvora, mordisco de plomo y una cerradura que salta por los aires. Astillas volando. Voces y carreras. Sombras. Cuerpos en el suelo. Manos en la cabeza y súplicas de una clemencia que no va a llegar. Empieza la fiesta con desenlace previsible y que se puede resumir en una zanja improvisada en mitad del desierto. Arena y carroñeros a cambio de silencio. La Omertà está para cumplirse y quien larga lo que no debe, acaba como acaba. El simbolismo de los viejos tiempos ha pasado a la historia. Nada de pájaros muertos junto al cadáver como advertencia: «este canario no va a cantar más». Ahora se lleva algo más explícito. Charcos de sangre y siluetas pintadas con tiza en el suelo por los de las placas cuando se descubre la tostada. Los medios de comunicación ya se encargarán de hacer llegar el mensaje. Vivimos en el tiempo de la información al momento y hay que adaptarse a las nuevas tecnologías.
Pero sigamos, que la función está por empezar y el telón está subiendo.
El clac-clac de las correderas cebando la recámara se encarga de poner la banda sonora a los lamentos que rebotan en las paredes. Un cortapuros haciendo la manicura a un tipo que se deshace entre gritos de dolor. Frente a él, un hombre sonríe a cara descubierta. Otro mensaje explícito: impunidad. No hay riesgo de que vayas a las autoridades para que saquen un retrato robot. Los muertos no hablan, y tú dentro de poco podrás comprobarlo.
Un poco a la derecha, sobre un sofá desvencijado y lleno de quemaduras, otros dos esperan su turno. Un par de automáticas con empuñaduras de nácar se encargan de mantener las cosas en su sitio. En el ambiente flota una mezcla de sudor y miedo animal. Hace calor y la atmósfera resulta húmeda e irrespirable. Al otro lado de esas cuatro paredes descascarilladas, en la calle, las palmeras se mecen al son de una brisa agradable mientras el mar sigue lamiendo la arena de la playa en la que muere con la dulzura de dos amantes que se encuentran tras un largo tiempo de buscarse sin encontrarse. La gente pasea. Una pareja juega a caminar sobre las lenguas de espuma entre carcajadas antes de abrazarse y comerse la boca entre promesas y deseos que se entremezclan. En pocas palabras: la vida sigue su curso.
Pero dentro, no.
El del cortapuros sigue a lo suyo. Al juego de las preguntas y trocear falanges a la espera de recibir la respuesta adecuada. 1, 2, 3: responda otra vez. Nombres e información a cambio de clemencia. La presa se retuerce, mirando la sangre con los ojos abiertos como platos. Una mueca en la que desfilan el miedo y el dolor impresa en la cara, como el estampido de una recortada a quemarropa.
Los del sofá lloran. Uno de ellos se abraza las rodillas y gimotea cosas incoherentes. Un culatazo en los dientes le facilita eso de lavárselos partiendo un par de ellos, y de paso parece colocarle las ideas en su sitio. Mira la mano que le acaba de sacudir, asiente y guarda silencio. El que está a su lado parece volver a la realidad. Sus pupilas van recuperando su tamaño habitual. El cuelgue desaparece, no los arponazos en los brazos que parecen constelaciones de costras infectadas y supurantes en un cielo marronáceo y comido por el barro. Se seca las lágrimas sorbiéndose los mocos y mira a su alrededor, tratando de asimilar lo que está pasando. El que le encañona le guía un poco señalando con el arma a su compañero. Tarda, pero acaba asimilando lo que está por pasarles. Se rasca la cabeza, nervioso y abre la boca. El cañón pavonado de la Colt que le lanza guiños entra de lleno. Deep throat con regusto a aceite para armas previo a la arcada. Ojos llorosos y escozor en el paladar. La fiesta continúa…
… El tiempo pasa.
Las respuestas se hacen esperar, pero llegan. En esta vida siempre es cuestión de tiempo. Las prisas no son buenas consejeras, y quien mucho corre pronto para. Unas veces porque se queda por el camino y otras porque llega antes. Lo único que siempre llega a su debido momento, y tres cuerpos reventados a balazos sobre el suelo dan cuenta de ello, es la muerte. Plásticos rígidos los cubren a modo de mortajas improvisadas rezumando sangre a medio coagular y vísceras. Un sobre con dedos ennegrecidos espera a ser entregado a quien les ha contratado. Los tres pistoleros se toman un respiro. Sudan y están sofocados. Fuman en silencio con la mirada perdida al otro lado de la ventana, en un horizonte en el que el sol empieza a antojárseles como un óvulo a la espera de ser fecundado por la noche. La satisfacción del deber cumplido no va con ellos. Les pagan por callar a quien habla de más, temas como el honor y la gloria están fuera de su alcance. Lo único que les guía son los verdes de la gente de Cohen y conquistar un nuevo amanecer en cualquier motel de luces llamativas y una puta compartiendo sábanas y resaca con ellos. El resto, sólo son conjeturas sobre un futuro que antes o después se convierte en un pasado de remordimientos que nada bueno presagia y al que ninguno de ellos tiene la certeza de llegar.
Texto: © Ignacio Barroso, 2019.
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